Oro entre Marte, la Luna y los Andes: el futuro que ya está cerca.

El oro siempre ha sido más que un metal. Su rareza, su resistencia al paso del tiempo y su brillo particular lo han convertido en medida de riqueza, garantía de poder y símbolo de eternidad. Pero en el siglo XXI el oro se redescubre de nuevo: no solo bajo tierra, sino también en los horizontes del espacio. La ciencia y la industria modernas relacionan su destino al mismo tiempo con los cráteres de Marte, la superficie helada de la Luna y las nieves eternas de los Andes, donde desde hace milenios el metal es extraído por manos humanas.


En Marte, el interés por el oro se manifiesta principalmente a través de la geología. Los estudios de meteoritos marcianos caídos en la Tierra muestran la presencia de oro en concentraciones microscópicas, lo que confirma la similitud en la evolución química de los planetas. En 2025, el rover Perseverance continuó sus trabajos en el cráter Jezero, donde en fotografías y datos espectrales aparecieron indicios de rocas que sufrieron fuertes impactos de meteoritos. Los científicos calificaron estos hallazgos como una “beta dorada” en sentido científico: aunque las diminutas trazas de oro allí no tienen valor industrial, son clave para comprender los procesos de formación de la corteza del planeta rojo. Este es un paso importante, pues el conocimiento de la geología marciana no es solo de interés académico, sino también preparación para la futura extracción de recursos.


La Luna, en cambio, se convierte en objeto de planes estratégicos directos. Su superficie es rica no solo en helio-3 y tierras raras, sino también en metales, incluido el oro. En los informes de investigadores europeos y canadienses se habla abiertamente de una “fiebre del oro lunar” que podría comenzar en las próximas décadas. Ya están en marcha programas como los Artemis Accords, firmados por más de veinte países, incluidos Estados Unidos, Canadá y varias potencias europeas, que intentan fijar de antemano la base jurídica de la futura explotación. El derecho internacional sigue siendo incierto: el Tratado del Espacio de 1967 prohíbe la apropiación nacional de los cuerpos celestes, pero la cuestión de la minería comercial sigue abierta. Si realmente se encontrara oro en forma accesible, se abriría una nueva era de disputas políticas y económicas: ¿quién controlará la minería espacial y cómo se repartirán sus frutos?


Mientras tanto, el oro ya sirve a la humanidad en el espacio. En el aparato MOXIE, creado para obtener oxígeno de la atmósfera de Marte, se utiliza oro en las estructuras debido a su resistencia única: no se oxida, conduce calor y refleja radiación. Finos recubrimientos de oro protegen los instrumentos en satélites orbitales del sobrecalentamiento, y los conectores bañados en oro aseguran el funcionamiento estable de los sistemas electrónicos en condiciones extremas. De este modo, el oro deja de ser adorno y se convierte en parte de la supervivencia: un héroe silencioso del progreso científico y técnico.


En la Tierra, la realidad del oro no es menos fascinante. En los Andes de Sudamérica se ubican algunos de los yacimientos más grandes del mundo. En Perú y Chile se extrae oro a más de 4000 metros de altura, donde el oxígeno es escaso y el clima severo. En 2025 operan en la región decenas de proyectos industriales, incluida la gigantesca mina Yanacocha en Perú y nuevas explotaciones en la provincia argentina de San Juan. La producción anual de oro en los Andes se estima en cientos de toneladas, y el metal sigue siendo uno de los recursos de exportación más importantes del continente. Mientras la minería espacial sigue siendo una hipótesis, es Sudamérica la que hoy simboliza la magnitud terrestre de la economía del oro.


El vínculo entre el oro terrestre y el cósmico tiene también un carácter filosófico. Las explosiones de supernovas y las fusiones de estrellas de neutrones crearon el oro en el espacio hace miles de millones de años, y precisamente esos elementos terminaron en la corteza terrestre, en las cordilleras andinas y en otras cadenas montañosas. Cuando extraemos el metal de las profundidades terrestres, en realidad recuperamos huellas de catástrofes cósmicas antiquísimas. Y cuando soñamos con la extracción de oro en la Luna o Marte, no hacemos más que cerrar ese círculo: devolver el metal al contexto del Universo del que procede.


Esta perspectiva cambia la propia noción de valor. El oro deja de ser únicamente medida de riqueza para convertirse en parte de una historia planetaria e interplanetaria. Une diferentes niveles: lo personal y lo global, lo económico y lo filosófico, lo terrestre y lo cósmico. En el siglo XXI el oro sigue siendo un símbolo inmutable de confianza, pero ahora esa confianza se expande más allá del planeta. Si en las laderas de los Andes el metal es extraído por millones de trabajadores, y en la Luna y Marte lo buscan robots y se planean futuras expediciones, el sentido común es uno: el oro es un material que ayuda a la humanidad a enlazar el pasado con el futuro, la memoria con la esperanza, la tierra con el cielo.